Totila Albert (1892-1967), poeta, escultor y músico chileno. Estudió arte en Alemania, donde le tocó vivir los complejos años entre 1915 y 1939. Aprende escultura en el taller de Franz Metzner, influyente artista que trabajó bajo el influjo del Art Nouveau o Jugenstil alemán. Sin duda, esta influencia estará también en la obra de Albert, pero ya sus trabajos más tempranos muestran una búsqueda personal que desborda los límites de cualquier estilo determinado. Esta fidelidad a un camino propio en las artes le hará, a los 25 años de edad, dejar el tutelaje de profesores y comenzar a trabajar en su taller propio. En 1923 realiza una visita a Chile, en la que aprovecha de exponer sus primeros trabajos. Volverá a Chile en 1939 y permanecerá en este país hasta el día de su muerte.
Es importante destacar que si bien fue la escultura el oficio que le permitió ocupar un lugar en la historia del arte nacional, él mismo explicitó, en más de una oportunidad, que su verdadera vocación era la poesía. Transcribo una cita que aparte de referirse a su interés en la poesía como algo central, nos da luces sobre las profundas motivaciones de su trabajo:
"Escribir poesía (pues considero que mi expresión más plena es la poesía, y para mí hay una unidad de intención tanto en mi trabajo de escultor como en mi labor de poeta), es estar fuera de sí. ¿Dónde estoy, entonces? No lo sé, pero no en este cuerpo. Desaparece toda impresión sensorial. Sólo las prolongaciones de los sentidos, más allá, siguen activos. Cuando termino, poco a poco compruebo mi cuerpo, la mesa, la ventana, el cielo. Es como si sonámbulo, hubiese vagado por el universo.
"Hacer consciente el inconsciente. Poder sumergirse como el buzo y volver a flote. Todo creador es un Orfeo que logra regresar en vida del reino de los muertos. En eso consiste el arte. La obra proviene del reino de las sombras" [1]
Sabemos que Totila dejó inédita una epopeya en alemán, 5 volúmenes que nunca han sido traducidos ni publicados, agrupados bajo el sugerente título de El Nacimiento del Yo, obra que el siquiatra Claudio Naranjo ha valorado como la más importante obra literaria occidental de carácter iniciático, después de la Divina Comedia. También dejó un conjunto de poemas en castellano llamado El Tres Veces Nuestro, 120 cantos igualmente inéditos.
Lo hoy inaccesible de sus textos poéticos es compartido, al menos en parte, por sus esculturas, siendo el paradero de la mayoría de ellas desconocido. Ha sido gracias a un catálogo de una exposición retrospectiva realizada en el Goethe Institut, en 1967 – a menos de dos meses de su muerte -, que he podido acceder a imágenes de obras de distintos períodos, que hablan de su evolución como artista. Las esculturas más antiguas allí reproducidas son de los años 20. Desde el principio hasta el final de su producción escultórica, se delinea una búsqueda que va más allá de un arte por el arte. Cada obra es parte de una paulatina consolidación de verdades psicológicas profundas que va de la mano con una evolución estética en pos del desocultamiento de una belleza a la vez íntima y trascendente, característica de su obra madura.
En Cuerpo y Alma (1928), ya se ocupa de una realidad profundamente humana, logrando una obra simbólica en la que se plasma una verdad interior. Una de las características de sus obras más logradas, es que éstas son, a su modo, pedagógicas, como si las imágenes estuvieran encargadas de transmitir una enseñanza profunda. Es más que la simple reproducción de un concepto o una alegoría. La obra, más que intentar describir una verdad, tiende a enseñarnos la operación de esa verdad, cómo esa verdad funciona - en nosotros - , y nos invita así a vincularnos con el misterioso ámbito de la realización interna. Cuerpo y Alma no se queda en una metáfora del dualismo humano. Ambos personajes se abrazan. Uno sostiene y cobija amorosamente al otro. Nos está hablando de cómo han de relacionarse el alma y el cuerpo. Incluso más importante que el alma y el cuerpo en sí, es ese amor que los vincula e integra en una sola totalidad. Ese amor define la dinámica interna de esta y todas las obras importantes de Albert. Sin embargo, Cuerpo y Alma no muestra la perfección de su obra más madura. Cierta necesidad de expresión, le juega en contra a la comunicación de su mensaje. Hay un dramatismo en los gestos de las figuras, cierto tono existencialista, que luego será expurgado de su trabajo. Esta emocionalidad, aunque suene paradójico, no colabora con la transmisión del sentimiento propio de la verdad de la obra, sentimiento que en su trabajo posterior será cada vez menos el eco de la emoción subjetiva del artista, para ir entrelazándose íntima y fielmente con el carácter de la idea que el simbolismo invoca. En Cuerpo y Alma, los rasgos mismos de los personajes están traspasados por una disposición emocional que recuerda al expresionismo alemán. El amor entre ellos es melancólico, como si la alegría estuviese truncada por la desesperanza. El amor no aparece aún en toda su pureza y radiancia, casi como si en esta etapa del camino artístico aún pesaran emociones que luego irán purgándose para la correcta encarnación de un sentimiento mucho más alto que cualquier expresión personal. Este dejo expresionista no parece ser más que una vestimenta que luego caerá para dejar desnudo lo esencial de su trabajo. En Cuerpo y Alma hay todavía un peso emocional en los cuerpos que no permite que se yerga lo fino y monumental del mensaje de Albert.
Una comparación entre Cuerpo y Alma y la obra Danza (1942) nos ayudará a aclarar este proceso de depuración. En Danza, vemos nuevamente algunas características que tanto por su importancia significativa así como por su presencia reiterada en las obras más conocidas de Albert, nos dan la posibilidad de hablar de constantes. Una de éstas es la que podríamos llamar pedagogía del alma. En Danza, se comunica una verdad intuida, soñada, rescatada acaso de las aguas de lo inconsciente que, tal como ocurre en Cuerpo y Alma, hace referencia al dinamismo de un proceso interior. En esta línea, la obra, desde su primer aparecer ante nosotros, se muestra como símbolo. No necesita para esto de que nos preguntemos sobre un posible sentido simbólico de esta pareja que baila. Esta danza, desde el comienzo, se explicita como el símbolo que es. Por su disposición, por el dejo ritual de sus gestos, por el particular ritmo que posee y nos comunica, la obra está abierta hacia una verdad que trasciende tanto el puro afán representativo como el simple juego formal. Apunta a aquello que todo baile remite simbólicamente. Nos lleva a contemplar una parte del mundo de las esencias, mundo en el que una danza no sólo habla de todas las danzas, sino, principalmente, de la Gran Danza: el vivir.
En esto colabora la carga amorosa de la obra. Es tan importante el tema amoroso en esta y otras obras de Albert, que incluso podemos hablar de una segunda constante en su trabajo: el erotismo espiritualizado. El erotismo que se da entre los personajes de Danza no es imitación de una relación mundana. Tampoco es un puro desarrollo de diseños y armonías formales. Es como si la escultura fuera aquí una manera de apuntar hacia el mundo de las ideas, o una forma de recorrer el camino neoplatónico de retorno a una dimensión prístina y primordial. Lo principal acá es el significado y la impecabilidad de este trabajo escultórico debe juzgarse en relación a cuánto logra encarnar ese significado.
Estas dos constantes (la pedagogía del alma y el erotismo espiritualizado), si bien están presentes en Cuerpo y Alma, adquieren acá más presencia y pulcritud. No hay en Danza ningún intento de expresionismo. El sentimiento que transmite está dado por la armonía de esa verdad que aparece en y por la obra. En este sentido, hay una suerte de reformulación de lo clásico, un reencontrarse con proporciones y armonías, sin repetir fórmulas, sino atendiendo a lo viviente de esos números encarnados, como si se tratase de música hecha forma que es, a la vez, vislumbre de un mundo otro, mundo detrás o al fondo de éste. Formas que en sus líneas esenciales parecen elementos de una escritura antigua, caracteres de una época en que las letras eran signos mágicos y sagrados.
Este mismo camino es continuado en la que sea tal vez su obra más conocida: Monumento a Rodó (1944), obra inspirada en el libro Ariel de José Enrique Rodó, manifiesto modernista a la juventud de América. En esta escultura, Albert vuelve a poner en juego aquello que aquí se ha denominado pedagogía del alma. El artista ha esculpido una obra cuya comprensión no sólo aporta al conocimiento intelectual de un proceso iniciático, sino que también colabora en la sanación y transformación interna del ser humano, en cuanto presenta y pone en diálogo con el espectador (en ese encuentro que supone toda experiencia estética) realidades del alma. Los personajes acá representados son símbolos de tendencias del ser humano, tal como en el escrito de Rodó, personajes que a su vez éste recogió de la Tempestad de Shakespeare. Cito un fragmento de Ariel:
"Ariel, genio del aire, representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, —el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida". [2]
La obra escultórica que ha logrado Albert permite que esta dualidad se abra, por un lado, a significar aspectos interiores del individuo humano y, por otro, a plantear el modo de vinculación que debe existir entre estos dos aspectos. Calibán es el personaje que apreciamos en la parte inferior de la obra. Su significado se relaciona con el peso, con lo denso de la experiencia, con la oscuridad de lo material. Desde lo infrahumano, Calibán se yergue con gran esfuerzo para sostener la copa o fuente sobre la que se elevará Ariel, símbolo de la luz de la conciencia emancipada, lanzada hacia lo alto, aventurada en los mundos superiores. Mientras todo el cuerpo de Calibán remite al esfuerzo que se necesita para vencer las fuerzas metálicas que desde lo más bajo se resisten a la evolución humana, Ariel encarna la fuerza dinámica y libre de las ataduras materiales, que se eleva hacia su origen divino. Más allá de hacer referencia al materialismo y al idealismo como conceptos, la obra está hablando de realidades vivas de nuestra experiencia y del vínculo que se da entre ellas durante el camino de desarrollo interior: Calibán ha de sostener a Ariel. Ariel sólo puede cumplir su destino gracias al apoyo de Calibán. Esta camaradería es una de las tantas facetas que toma el amor en su constante intento de unir lo distinto e integrarlo en una unidad superior. En este sentido, todas las obras de Albert son actos de amor o distintas maneras de intentar (y lograr según su medida) ese paso hacia la más completa unidad. Cada vez se trata menos de una transmisión de emociones personales. Alcanzar ese amor necesita de un proceso de deshacimiento que, en el caso del camino artístico de Albert, va enriqueciendo su obra.
Tomemos ahora una obra de los años 50: Lucifer (1953). No se trata ciertamente de una imagen diabólica de un ángel caído. Es éste el ángel de la lucidez y la emancipación; el portador de la luz. De hecho, la obra en sí es portadora de una luz intensa y enigmática, de una inteligencia aguda y desafiante. La dignidad de este Lucifer hace recordar los ángeles rebeldes de Milton, Blake y Fidus: antes de su mítica derrota o luego de algún tipo de redención. Se trata de un Lucifer heterodoxo, más amigo que enemigo de los hombres, suerte de Prometeo que ha caído para traer desde los cielos la más alta luz. Esta obra de Albert nos encamina hacia la alba presencia de ese fuego secreto que puede iniciar y diferenciar a los hombres. Pero indaguemos un poco más en este rostro: No se trata tampoco de la cara asexuada e imberbe con la que históricamente han representado a otros ángeles. Es más bien andrógino. Joven y adulto a la vez. Los labios remiten a cierto grado de sensualidad, las facciones hablan de un fuerte carácter. Aspectos humanos y divinos integrados en un solo rostro.
Lucifer es un ejemplo de las esculturas de Albert de la década de los 50. En éstas las formas se van haciendo cada vez más esencialistas, los rostros van teniendo los gestos precisos para invocar arquetipos. Los símbolos se desnudan aún más de referencias de carácter existencial. De esta misma época es La Tierra, tanto en su formato de escultura (1957) como de relieve (1958). En éstas obras se luce la constante del erotismo espiritualizado. No se trata de la unión sexual de cualquier hombre y cualquier mujer, sino que el símbolo remite a la relación arquetípica del hombre y de la mujer. Es el juego, el dinamismo que se da entre lo Masculino y lo Femenino del todo; la unión y germinación permanente de todo lo creado, acaso las polaridades cósmicas del ying y el yang en su búsqueda y huida, cercanía y distanciamiento constante. El centro de la esfera en la escultura y del círculo en el relieve, corresponde al punto exacto en el que él y ella se unifican, manteniendo, empero, su diferenciación. La dualidad se hace uno y, a la vez, la unidad de sus sexos interpenetrados es raíz de ambos: de uno que se precipita y de una que recibe. Es acaso un abrazo y una lucha. Una danza de acercamiento y retirada, de fuerzas que tienden hacia el centro y a la vez lanzan hacia afuera. Albert logra un ideograma que en la línea de su pedagogía nos conduce a contemplar parte del misterio de una vida que es dinámica y perpetua a la vez. Múltiple, dual y una.
En sus últimos días, luego de una apoplejía que le dejó inmóvil el lado derecho de su cuerpo, Totila Albert escribió unos versos que bien pueden resumir el más pleno sentido de su obra:
“He sido escultor, poeta y músico
de mí mismo
para la Gloria de Dios”
Santiago de Chile, enero 2008.
[1] Cita extraída de “Totila Albert. Esculturas”, catálogo de la exposición en el Instituto Chileno Alemán de Cultura, Goethe Institut. Pp. 15-16. Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1967. De este mismo catálogo se han extraído las imágenes incluídas en este artículo.
[2] Pueden acceder al “Ariel” de José Enrique Rodó haciendo click AQUÍ
[*] En la confección de este artículo, aparte del libro catálogo ya mencionado, me fue de gran ayuda una Introducción en PDF al libro "El Nacimiento del Yo", escrita por Claudio Naranjo. Entiendo que se trata del prólogo a sólo una parte de la monumental epopeya de Albert e ignoro más detalles sobre su publicación. En todo caso, haciendo click AQUÍ, pueden acceder al documento escrito por Naranjo.